SAN IGNACIO DE LOYOLA. Nació en Loyola (Guipúzcoa, España) el año 1491. De joven permaneció en la corte y se dedicó a la vida militar. Herido en la defensa de Pamplona, tuvo que guardar reposo, y las lecturas piadosas favorecieron su conversión a Dios. Se retiró a Montserrat y Manresa, dando inicio a los Ejercicios espirituales. Viajó a Tierra Santa y luego estudió en Alcalá, Salamanca y finalmente en París, donde reunió a los primeros compañeros, con los que fundó en Roma la Compañía de Jesús. Antes, en Venecia, se ordenó de sacerdote el año 1537. Escribió las constituciones de la Compañía, a la que dio como lema «A mayor gloria de Dios». Fructífero fue su apostolado, por las obras que escribió y por los discípulos que formó, que contribuyeron poderosamente a la verdadera reforma de la Iglesia. Envió a san Francisco Javier a Oriente como misionero. Para que Roma fuera un centro de ciencia eclesiástica, con un plantel de doctores de los que pudiera disponer el Papa, fundó el Colegio Romano, después llamado Universidad Gregoriana. Murió en Roma el 31 de julio de 1556. -Oración : Señor, Dios nuestro, que has suscitado en tu Iglesia a san Ignacio de Loyola para extender la gloria de tu nombre, concédenos que después de combatir en la tierra, bajo su protección y siguiendo su ejemplo, merezcamos compartir con él la gloria del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN
Pensamiento bíblico:
De la Carta a los Romanos: «Que vuestro amor no sea fingido; aborreciendo lo malo, apegaos a lo bueno. Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo; en la actividad, no seáis negligentes; en el espíritu, manteneos fervorosos, sirviendo constantemente al Señor. Que la esperanza os tenga alegres; manteneos firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración; compartid las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad» (Rom 12,9-13).
Pensamiento franciscano:
De la Regla de san Francisco: «Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas. Haced penitencia, haced frutos dignos de penitencia, porque pronto moriremos. Dad y se os dará. Perdonad y se os perdonará. Y, si no perdonáis a los hombres sus pecados, el Señor no os perdonará los vuestros; confesad todos vuestros pecados. Bienaventurados los que mueren en penitencia, porque estarán en el reino de los cielos» (1 R 21,2-7).
Orar con la Iglesia:
Adoremos a Cristo, el Dios santo, y pidámosle que nos enseñe a servirle y a darle gloria con santidad y justicia:
-Señor Jesús, probado en todo como nosotros, menos en el pecado, compadécete de nuestras debilidades.
-Señor Jesús, que a todos nos llamas a la perfección del amor, danos el progresar por caminos de santidad y buenas obras.
-Señor Jesús, que quieres que seamos sal de la tierra y luz del mundo, ilumina nuestras vidas con tu propia luz.
-Señor Jesús, que viniste al mundo para servir y no para que te sirvieran, haz que sepamos servirte a ti y a nuestros hermanos con humildad.
-Señor Jesús, que nos dijiste que no impidiéramos a los pequeños acercarse a ti, concédenos que con nuestras obras les facilitemos el encuentro contigo.
Oración: Dios Padre de bondad, acoge las peticiones que te hemos presentado confiados en la intercesión de tu Hijo Jesucristo, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén.
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IGNACIO, CONTEMPLATIVO EN LA ACCIÓN
Beato Juan Pablo II, Ángelus del día 28-VII-1991
1. Se acerca la fiesta de san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Echando una mirada al conjunto de la obra que llevó a cabo, podemos preguntarnos: ¿cuál fue el secreto de la extraordinaria influencia ejercida por este campeón de la Reforma católica? La respuesta no deja lugar a dudas: hay que buscar ese secreto en su profunda vida interior. Tenía la firme convicción de que el apóstol, todo apóstol, debe mantenerse íntimamente unido a Dios para «dejarse guiar por su mano divina» ( Constituciones, X).
Se atuvo constantemente a este primado de la vida interior, a pesar de los múltiples compromisos y de las diversas ocupaciones que llenaban sus jornadas. Fue, en verdad, «contemplativo en la acción» y así quiso que fueran los miembros de la orden que fundó. En resumidas cuentas, para él la contemplación fue siempre la condición indispensable de todo apostolado fructuoso.
2. La eficacia de esta unión con Dios, alimentada por la oración, está testimoniada por la fecundidad sobrenatural de la acción evangelizadora de los primeros jesuitas, formados en la escuela de Ignacio y a quienes él mismo envió a las diversas regiones de Europa, a Asia -hasta el extremo Oriente- y a las nuevas tierras de América.
Tanto los religiosos jesuitas como los cristianos más generosos y abiertos a la acción apostólica han de tener presente, con celo atento, este testimonio nobilísimo. La misión de difundir el Evangelio es compleja y exigente. Por eso, es necesario reafirmar que la urgencia de los compromisos apostólicos no debe llevarnos a olvidar la necesidad primaria de la oración y la contemplación. La Iglesia, hoy más que ayer, tiene necesidad de apóstoles que sepan ser, como san Ignacio, contemplativos en la acción.
A la Virgen María, que como verdadera contemplativa conservaba y meditaba en su corazón los misterios de su Hijo Jesús, le pedimos que alimente en nosotros el espíritu de oración, a fin de que nuestro testimonio cristiano sea creíble, convincente y, por tanto, espiritualmente fecundo.
Del Discurso del Santo Padre Benedicto XVI
a los miembros de la Compañía de Jesús (22-IV-2006)
Queridos padres y hermanos de la Compañía de Jesús:
San Ignacio de Loyola fue, ante todo, un hombre de Dios, que en su vida puso en primer lugar a Dios, su mayor gloria y su mayor servicio; fue un hombre de profunda oración, que tenía su centro y su cumbre en la celebración eucarística diaria. De este modo, legó a sus seguidores una herencia espiritual valiosa, que no debe perderse ni olvidarse. Precisamente por ser un hombre de Dios, san Ignacio fue un fiel servidor de la Iglesia, en la que vio y veneró a la esposa del Señor y la madre de los cristianos. Y del deseo de servir a la Iglesia de la manera más útil y eficaz nació el voto de especial obediencia al Papa, que él mismo definió como «nuestro principio y principal fundamento» ( MI, Serie III, I, p. 162).
Que este carácter eclesial, tan específico de la Compañía de Jesús, siga estando presente en vuestras personas y en vuestra actividad apostólica, queridos jesuitas, para que podáis responder con fidelidad a las urgentes necesidades actuales de la Iglesia. Entre estas me parece importante señalar el compromiso cultural en los campos de la teología y la filosofía, ámbitos tradicionales de presencia apostólica de la Compañía de Jesús, así como el diálogo con la cultura moderna, la cual, si por una parte se enorgullece de sus admirables progresos en el campo científico, por otra sigue fuertemente marcada por el cientificismo positivista y materialista.
Ciertamente, el esfuerzo por promover en cordial colaboración con las demás realidades eclesiales una cultura inspirada en los valores del Evangelio requiere una intensa preparación espiritual y cultural. Precisamente por eso, san Ignacio quiso que los jóvenes jesuitas se formaran durante largos años en la vida espiritual y en los estudios. Conviene que esta tradición se mantenga y se refuerce, teniendo en cuenta también la creciente complejidad y amplitud de la cultura moderna.
Otra gran preocupación suya fue la educación cristiana y la formación cultural de los jóvenes: de ahí el impulso que dio a la institución de los «colegios», los cuales, después de su muerte, se difundieron por Europa y por todo el mundo. Continuad, queridos jesuitas, este importante apostolado, manteniendo inalterado el espíritu de vuestro fundador.
Al hablar de san Ignacio, no puedo por menos de recordar a san Francisco Javier: no sólo su historia se entrelazó durante largos años en París y Roma, sino también un único deseo -se podría decir una única pasión- los impulsó y sostuvo en sus vicisitudes humanas, por lo demás diferentes: la pasión de dar a Dios trino una gloria cada vez mayor y de trabajar por el anuncio del Evangelio de Cristo a los pueblos que no lo conocían.
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EXAMINAD SI LOS ESPÍRITUS PROVIENEN DE DIOS
De los hechos de san Ignacio de Loyola recibidos
por Luis Gonçalves de Cámara de labios del mismo santo (Cap 1,5-9)
Ignacio era muy aficionado a los llamados libros de caballerías, narraciones llenas de historias fabulosas e imaginarias. Cuando se sintió restablecido, pidió que le trajeran algunos de esos libros para entretenerse, pero no se halló en su casa ninguno; entonces le dieron para leer un libro llamado Vida de Cristo y otro que tenía por título Flos sanctórum, escritos en su lengua materna.
Con la frecuente lectura de estas obras, empezó a sentir algún interés por las cosas que en ellas se trataban. A intervalos volvía su pensamiento a lo que había leído en tiempos pasados y entretenía su imaginación con el recuerdo de las vanidades que habitualmente retenían su atención durante su vida anterior.
Pero, entretanto, iba actuando también la misericordia divina, inspirando en su ánimo otros pensamientos, además de los que suscitaba en su mente lo que acababa de leer. En efecto, al leer la vida de Jesucristo o de los santos, a veces se ponía a pensar y se preguntaba a sí mismo:
«¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco o que santo Domingo?».
Y, así, su mente estaba siempre activa. Estos pensamientos duraban mucho tiempo, hasta que, distraído por cualquier motivo, volvía a pensar, también por largo tiempo, en las cosas vanas y mundanas. Esta sucesión de pensamientos duró bastante tiempo.
Pero había una diferencia; y es que, cuando pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de momento un gran placer; pero cuando, hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría. De esta diferencia él no se daba cuenta ni le daba importancia, hasta que un día se le abrieron los ojos del alma y comenzó a admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí mismo, que, mientras una clase de pensamientos lo dejaban triste, otros, en cambio, alegre. Y así fue como empezó a reflexionar seriamente en las cosas de Dios. Más tarde, cuando se dedicó a las prácticas espirituales, esta experiencia suya le ayudó mucho a comprender lo que sobre la discreción de espíritus enseñaría luego a los suyos.
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FIESTA DEL PERDÓN,
INDULGENCIA DE LA PORCIÚNCULA
De la Homilía de Fr. José Rodríguez Carballo,
Ministro general OFM (Asís-Porciúncula, 1-VIII-2010)
Estimados hermanos y hermanas: ¡El Señor os dé la paz!
Reflejo del amor trinitario de Dios, el perdón es participación en la victoria de Cristo sobre la muerte. La última palabra en la vida del hombre, su última verdad es siempre el amor de Dios. El hombre es antes que nada, el amado por el Padre que no duda en donar al Hijo para que la humanidad vuelva a la plena comunión con Dios, con los otros y con la creación misma, querida por el Creador desde los inicios. En este sentido podemos decir que «la iglesia es una comunidad de pecadores convertidos, que viven la gracia del perdón, transmitiéndola a su vez a los otros» (J. Ratzinger).
El perdón, del que sentimos la necesidad, nos llega hoy a través de la Indulgencia de la Porciúncula obtenida por Francisco directamente del Papa para mandarnos a todos al Paraíso. Francisco, que había experimentado en su vida la misericordia del Señor, como él mismo confiesa en su Testamento, quiere que todos hagamos esta misma experiencia. Lo específico de esta Indulgencia es su gratuidad. Contrariamente a cuanto sucedía entonces con otras Indulgencias, esta es gratuita. Por esto podemos decir que es la Indulgencia de los pobres, de quien no podía ir a Jerusalén o a Santiago de Compostela. El gran corazón de Francisco no quiere dejar a nadie sin la posibilidad de ir al cielo, sin la posibilidad de ser perdonado.
Estimados hermanos y hermanas, convocados para gustar y celebrar la gracia del perdón, somos igualmente llamados a redescubrir el amor de Dios y a compartir este amor-perdón con los otros. Efectivamente, estas son las actitudes necesarias para participar plenamente en la fiesta del perdón. Lo primero como condición para gustar el perdón, lo segundo como consecuencia de sentirse perdonados.
Quien no es consciente de que Dios lo ama ¿cómo podrá celebrar y hacer fiesta por el perdón? Pero ni siquiera podrá jamás sentir lo que significa el pecado. Son los santos, como Francisco, los que, por sentirse realmente amados, se sienten también perdonados y sienten la urgencia de romper con toda situación de pecado, por pequeña que sea. Cuando Francisco en el monte Alverna grita: El amor no es amado, el amor no es amado, lo hace porque ha experimentado el gran amor que Dios tiene por la humanidad y la insuperable distancia entre el amor de Dios y el amor del hombre. Y cuando afirma en su Testamento «cuando estaba en pecado», no lo dice por humildad, sino que lo dice sintiendo que es real, y lo es, teniendo presente el amor sin límites de Dios por él. Por otro lado, sentirse perdonados nos pone delante de una exigencia de perdonar sin límites: setenta veces siete. Por esto, el Señor, en la versión que Lucas nos ofrece del Padrenuestro, nos enseña a orar así: Perdónanos como nosotros perdonamos. Quien se siente perdonado llega a ser necesariamente apóstol del perdón y de la reconciliación. Nos lo enseña Francisco en su compromiso por reconciliar al obispo y al podestá de Asís, el lobo y la ciudad de Gubbio, etc.
Hermanos y hermanas, amigos todos, celebrando la solemnidad de Santa María, Reina de los Ángeles, celebramos a Aquella a la cual la liturgia aplica el elogio que el libro del Sirácida hace de la Sabiduría. Guiados por esta actualización litúrgica, María es la madre del amor hermoso y del temor, del conocimiento y de la santa esperanza. En Ella se encuentra toda gracia de verdad y el camino, toda esperanza de vida y virtud. Ella es la llena de gracia, como la llama el ángel, cuya memoria perdurará por todos los siglos. Ella es la mujer de la cual nace el Hijo de Dios para rescatar a todos cuantos estábamos bajo la ley del pecado. Ella es la discípula fiel que ha encontrado gracia delante de Dios, porque ha concebido al Hijo primeramente por la fe, antes que en la carne. Ella es la Virgen hecha iglesia, palacio, tabernáculo, casa, vestidura, sierva y Madre de Dios, como le canta el padre san Francisco (SalVM).
Siguiendo el consejo del libro del Sirácida, acerquémonos a Ella, y la Madre de misericordia nos conducirá al Hijo para gustar cuán bueno es el Señor. Y entonces también nosotros encontraremos gracia ante Dios y volviendo a entrar en nosotros mismos, nos pondremos en camino y volveremos a la casa del Padre. Él tendrá compasión de nosotros, saldrá a nuestro encuentro y abrazándonos nos acogerá con gran alegría, porque un pecador se ha arrepentido. Así iniciará la fiesta, la fiesta del perdón, de aquel que estaba muerto y ha vuelto a la vida, de quien estaba perdido y ha sido encontrado, la fiesta de todos nosotros que reconociendo nuestro pecado nos sentimos amados, perdonados y reconciliados. La fiesta del perdón consiste justo en esto: sentir a un Dios al que confesamos como AMOR.
Que la Reina de los Ángeles, medianera de todas las gracias, y el padre san Francisco nos obtengan del Señor la gracia de hacer esta experiencia cada vez que, a causa de nuestra debilidad, nos sentimos pecadores.
Fraterno saludo de Paz y Bien
Jorge Luis
Extraído de http://www.franciscanos.org