Año Franciscano
DÍA 14 DE MAYO
SAN MATÍAS. Apóstol, elegido en sustitución de Judas Iscariote. Después de la Ascensión del Señor, Pedro propuso a los hermanos: «Hace falta que se asocie a nosotros como testigo de la resurrección de Jesús, uno de los que nos acompañaron mientras convivió con nosotros el Señor». Propusieron dos nombres: José, llamado Barsabás, y Matías. Rezaron al Señor diciendo: «Tú penetras el corazón de todos; muéstranos a cuál de los dos has elegido para que, en este servicio apostólico, ocupe el puesto que dejó Judas». Echaron suertes, le tocó a Matías y lo asociaron a los once apóstoles (Hch 1,15-26). Nada más sabemos de cierto sobre su vida.- Oración: Oh Dios, que quisiste agregar a san Matías al colegio de los apóstoles, concédenos, por sus ruegos, que podamos alegrarnos de tu predilección al ser contados entre tus elegidos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
SANTA TEODORA GUÉRIN. Nació el año 1798 en Étables (Bretaña, Francia). A los 25 años ingresó en las Hermanas de la Providencia y se dedicó a la educación de los niños y al cuidado de los pobres, enfermos y moribundos. En 1840 la enviaron, al frente de otras compañeras, a Estados Unidos para establecer un convento y fundar escuelas en una región agreste de la Diócesis de Vincennes, en el Estado de Indiana. Llegaron a la sede de su misión, la aldea de Saint Mary of the Woods, aquel mismo año y se establecieron en una pequeña cabaña de troncos que hacía las veces de capilla. Pasaron frío y hambre, muchas calamidades y contratiempos: en la Eucaristía encontraban consuelo y fuerzas. Era de naturaleza compasiva y, aun en medio de tantas dificultades, confió siempre en la divina providencia, preocupándose con solicitud de la naciente comunidad, que se afianzó y creció, y llegó a independizarse y constituirse en una nueva congregación. La madre Teodora fundó academias, escuelas y orfanatos por toda Indiana. Murió el 14 de mayo de 1856 en Saint Mary of the Woods (USA). La canonizó Benedicto XVI el año 2006.
SANTA MARÍA DOMINICA MAZZARELLO. Nació en Mornese (Piemonte, Italia) el 9 de mayo de 1837 en el seno de una familia humilde. En 1860 azotó el país una epidemia de tifus y ella, atendiendo a contagiados, contrajo la enfermedad. Quedó tan debilitada, que ya no pudo trabajar en el campo. Abrió un pequeño taller de costura para las muchachas de Mornese, con miras no sólo laborales sino también de apostolado. A ella y a otras jóvenes, el párroco las invitó a consagrarse como «Hijas de la Inmaculada», y, en octubre de 1867, empezaron a vivir en comunidad para buscar la perfección cristiana. En 1864 Don Bosco fue a Mornese y se encontró María Dominica. Se estableció entre los dos una perfecta sintonía espiritual y pedagógica, que en 1872 dio origen a la Congregación de las Hijas de María Auxiliadora para la educación de las niñas y jóvenes pobres. En 1879 la casa madre se trasladó a Nizza Monferrato, y allí murió nuestra santa el 14 de mayo de 1881. Fue fidelísima a Don Bosco, y sobresalió por su humildad, prudencia y caridad.- Oración: Padre, fuente de todo bien, que nos ofreces en santa María Dominica un modelo luminoso de vida cristiana y religiosa por su humildad profunda y su ardiente caridad; concédenos que, con sencillez de espíritu, demos cada día testimonio de tu amor de padre. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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San Abrúnculo. Fue obispo de Langres, pero Gundebaldo, rey de los burgundios, que profesaban el arrianismo, lo expulsó de su sede. Entonces marchó a Clermont-Ferrand (Aquitania, Francia), y lo pusieron al frente de aquella Iglesia. Murió el año 488.
San Cartago. Nació en el actual condado de Kerry en Irlanda hacia el año 555. Se ordenó de sacerdote y se retiró al desierto de Kiltulagh para llevar vida eremítica. De allí pasó al monasterio de Bangor. El año 595 fundó el monasterio de Rahan y escribió una regla para el mismo; florecieron las vocaciones. Más tarde fundó el famoso monasterio de Lismore, en torno al cual se formó la ciudad de Lismore Castle, de la que fue el primer obispo. Murió allí el año 638.
San Eremberto. Nació en Villioncourt (Francia) hacia el año 615 de familia rica. En su juventud estuvo en la corte con sucesivos reyes. Optó luego por la vida religiosa e ingresó en el monasterio de Fontenelle. Lo nombraron obispo de Toulouse y tuvo que marchar a su diócesis, pero el año 651 renunció a su oficio pastoral y, tras estar algún tiempo en su tierra natal, volvió al monasterio de Fontenelle, donde murió el año 672.
Santos Félix y Fortunato. Sufrieron el martirio en Aquileya, en la actual región de Friuli (Italia), a principios del siglo IV.
San Galo. Fue obispo de Clermont-Ferrand (Aquitania-Francia). Era un hombre humilde y pacífico, tío de san Gregorio de Tours. Murió el año 551.
San Isidoro. Fue martirizado en la isla de Chio del mar Egeo en un año incierto del siglo III. Según la tradición, condenado por ser cristiano, lo arrojaron en un pozo, en el que murió ahogado.
Santas Justa y Heredina. Fueron martirizadas en la isla de Cerdeña (Italia) a finales del siglo III o principios del siglo IV.
San Máximo. Sufrió el martirio en la provincia romana de Asia, en la actual Turquía, hacia el año 250, durante la persecución del emperador Decio. Dice la tradición que fue lapidado.
San Miguel Garicoitz. Nació en Ibarre (Pirineos franceses) el año 1797, en el seno de una familia humilde. Primero cuidó el rebaño de un señor del lugar, luego empezó a estudiar con el párroco de Saint-Palais y en 1819 entró en el seminario de Dax. Ordenado de sacerdote en 1823, lo enviaron pronto como profesor de filosofía al seminario mayor de Bétharram. Viendo la falta de preparación y la desorientación de parte del clero, decidió fundar un instituto de sacerdotes que fueran colaboradores del clero en las parroquias, colegios y seminarios; quería vitalizar así a un clero empobrecido. Para ello fundó en 1835 la Congregación de Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús. Murió en Bétharram, cerca de Pau, el año 1863.
San Poncio. Nació en Roma, era una persona culta, se convirtió al cristianismo al presenciar la liturgia de los cristianos y se bautizó en tiempo del papa san Ponciano. Muertos sus padres, a los que había convertido, distribuyó sus bienes entre los pobres, abandonó Roma y se retiró a Cimiez (hoy barrio de Niza), donde lo identificaron y, por negarse a adorar a los dioses, lo decapitaron el año 258.
San Víctor y Santa Corona. Víctor era un soldado cristiano, oriundo de Cilicia, al que sometieron, a causa de su fe, a terribles tormentos. Mientras lo torturaban, la joven esposa de un compañero de armas, también ella cristiana, lo confortaba y animaba. La arrestaron, la interrogaron y la colgaron entre dos árboles; después la descuartizaron. Al joven soldado Víctor, en cambio, lo decapitaron. Todo esto sucedió en una fecha desconocida del siglo III en la provincia romana de Siria.
Beato Gil de Vaozela. Nació en Vaozela (Portugal) hacia el año 1187, hijo del gobernador de Coimbra. Estudió medicina en París, donde parece que fue profesor, y en Toledo química y alquimia. Se aficionó a la nigromancia y a magia negra. Tocado por la gracia quiso cambiar de vida y se propuso volver a casa. En Palencia optó por abrazar la vida religiosa y en 1224 ingresó en los dominicos, entre los que ejerció cargos de autoridad y promovió la observancia. Agradecido a Dios por la gracia de la conversión, abrazó una vida de rígida penitencia. Ordenado de sacerdote, ejerció con fervor el ministerio de la predicación, en el que convirtió a muchos. Pasó sus últimos años en Santarem (Portugal) donde murió en 1265.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN
Pensamiento bíblico :
Dijo Jesús a sus discípulos: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,12-15).
Pensamiento franciscano :
Dice san Francisco en su Regla: «Cuando veamos u oigamos decir o hacer el mal o blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos y hagamos el bien y alabemos a Dios, que es bendito por los siglos» (1 R 17,19).
Orar con la Iglesia :
Elevemos confiados nuestras súplicas al Padre, por las necesidades de la Iglesia y de todos los hombres.
-Por la santa Iglesia: para que viva en la unidad, la libertad y la paz, necesarias para llevar a cabo su misión en todo el mundo.
-Por el santo pueblo de Dios: para que el dueño de la mies multiplique los ministros de Cristo, servidores del Evangelio.
-Por las necesidades de la evangelización misionera: para que no falten jóvenes y adultos decididos a entregar sus vidas a esta noble tarea.
-Por las comunidades cristianas: para que vivan en su interior y difundan a su alrededor la herencia que nos dejó el Señor resucitado.
Oración: Escucha, Señor, las súplicas de tu Iglesia, para que se realice cuanto antes el deseo de Jesús: que haya un solo rebaño y un solo Pastor. Por el mismo Jesucristo, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
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SAN MATÍAS, APÓSTOL
De la catequesis de S. S. Benedicto XVI
en la audiencia general del miércoles 18-X-2006
Queridos hermanos y hermanas:
Después de Pascua, Matías fue elegido para ocupar el lugar del traidor, Judas Iscariote. En la Iglesia de Jerusalén la comunidad presentó a dos discípulos; y después echaron suertes: «José, llamado Barsabás, por sobrenombre Justo, y Matías» (Hch 1,23).
Precisamente este último fue el escogido y de este modo «fue agregado al número de los doce Apóstoles» (Hch 1,26). No sabemos nada más de él, salvo que fue testigo de la vida pública de Jesús (cf. Hch 1,21-22), siéndole fiel hasta el final. A la grandeza de su fidelidad se añadió después la llamada divina a tomar el lugar de Judas, como para compensar su traición.
De aquí sacamos una última lección: aunque en la Iglesia no faltan cristianos indignos y traidores, a cada uno de nosotros nos corresponde contrarrestar el mal que ellos realizan con nuestro testimonio fiel a Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.
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MUÉSTRANOS, SEÑOR, A CUÁL HAS ELEGIDO
San Juan Crisóstomo, Homilía 3 (1.2.3)
sobre el libro de los Hechos de los apóstoles
Uno de aquellos días, Pedro se puso en pie en medio de los hermanos y dijo (cf. Hch 1,15ss). Pedro, a quien se había encomendado el rebaño de Cristo, es el primero en hablar, llevado de su fervor y de su primacía dentro del grupo: Hermanos, tenemos que elegir de entre nosotros. Acepta el parecer de los reunidos, y al mismo tiempo honra a los que son elegidos, e impide la envidia que se podía insinuar.
¿No tenía Pedro facultad para elegir a quienes quisiera? La tenía, sin duda, pero se abstiene de usarla, para no dar la impresión de que obra por favoritismo. Por otra parte, Pedro aún no había recibido el Espíritu Santo. Propusieron -dice el texto sagrado- dos nombres: José, apellidado Barsabá, de sobrenombre Justo, y Matías. No es Pedro quien propone los candidatos, sino todos los asistentes. Lo que sí hace Pedro es recordar la profecía, dando a entender que la elección no es cosa suya. Su oficio es el de intérprete, no el de quien impone un precepto.
Hace falta, por tanto, que uno de los que nos acompañaron. Fijaos qué interés tiene en que los candidatos sean testigos oculares, aunque aún no hubiera venido el Espíritu.
Uno de los que nos acompañaron -precisa- mientras convivió con nosotros el Señor Jesús. Se refiere a los que han convivido con él, y no a los que sólo han sido discípulos suyos. Es sabido, en efecto, que eran muchos los que lo seguían desde el principio. Y, así, vemos que dice el Evangelio: Era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús.
Y prosigue: Mientras convivió con nosotros el Señor Jesús, desde que Juan bautizaba. Con razón señala este punto de partida, ya que los hechos anteriores nadie los conocía por experiencia, sino que los enseñó el Espíritu Santo.
Luego continúa diciendo: Hasta el día de su ascensión, y: Como testigo de la resurrección de Jesús. No dice: «Testigo de las demás cosas», sino: Testigo de la resurrección de Jesús. Pues merecía mayor fe quien podía decir: «El que comía, bebía y fue crucificado, este mismo ha resucitado». No era necesario ser testigo del período anterior ni del siguiente, ni de los milagros, sino sólo de la resurrección. Pues aquellos otros hechos habían sido públicos y manifiestos, en cambio, la resurrección se había verificado en secreto y sólo estos testigos la conocían.
Todos rezan, diciendo: Señor, tú penetras el corazón de todos, muéstranos. «Tú, no nosotros». Llaman con razón al que penetra todos los corazones, pues él solo era quien había de hacer la elección. Le exponen su petición con toda confianza, dada la necesidad de la elección. No dicen: «Elige», sino muéstranos a cuál has elegido, pues saben que todo ha sido prefijado por Dios. Echaron suertes. No se creían dignos de hacer por sí mismos la elección, y por eso prefieren atenerse a una señal.
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HIZO EL SEÑOR LO QUE ÉL MISMO HABÍA ENSEÑADO:
LOS APÓSTOLES, LO QUE HABÍAN APRENDIDO DE ÉL
San Agustín, Comentario sobre el salmo 56,1
Acabamos de oír en el evangelio (Jn 15,9-17), hermanos, cuánto nos ama el Señor y Salvador nuestro Jesucristo, Dios con el Padre y hombre con nosotros, nacido de nosotros y ahora ya a la derecha del Padre. Habéis oído cuánto nos ama. Pues la medida de su amor él mismo la declaró y nos la indicó a nosotros al decirnos que su mandato consistía en que nos amásemos unos a otros. Y para que no anduviéramos indagando, indecisos y perplejos, hasta qué punto debemos amarnos mutuamente, y cuál deba ser la medida perfecta del amor agradable a Dios -perfecta es la medida que no conoce otra mayor-, él mismo nos la explicitó, nos la enseñó, y dijo: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Hizo él lo que él mismo había enseñado; los apóstoles hicieron lo que habían aprendido de él y nos intimaron a imitarles. Hagámoslo también nosotros. Pues si bien no somos lo que él en cuanto nos creó, somos lo que él en cuanto por nosotros se encarnó. Y si sólo lo hubiera hecho él quizá nadie de nosotros debería tener la audacia de imitarlo, pues él era hombre, pero sin dejar de ser Dios. Pero en cuanto hombre, los siervos imitaron al Señor, los discípulos al Maestro, y lo hicieron asimismo los que nos precedieron en la familia de Dios, que son nuestros padres, pero también consiervos nuestros. Dios no nos hubiera mandado hacerlo, de saber que el hombre era incapaz de realizarlo.
¿Te dejas abatir por el precepto al considerar tu debilidad? Que su ejemplo te conforte. ¿Es que el ejemplo te parece también demasiado para ti? El que nos dio ejemplo está pronto a prestarnos al mismo tiempo la ayuda. Oigamos su voz en este salmo 56. Pues una circunstancia feliz y la divina disposición han hecho que este salmo sintonizara con el evangelio de hoy que nos inculca el amor de Cristo, que dio su vida por nosotros, para que también nosotros demos nuestras vidas por los hermanos. Concordó y sintonizó con este salmo 56, para que viéramos cómo nuestro Señor dio su vida por nosotros, ya que este salmo canta su pasión.
Y que el Cristo total es a la vez cabeza y cuerpo, es cosa que estoy seguro que conocéis perfectamente: la cabeza es nuestro Salvador en persona, que padeció bajo Poncio Pilato y que ahora -una vez resucitado de entre los muertos- está sentado a la derecha del Padre. Su cuerpo es la Iglesia: y no esta o aquella Iglesia, sino la Iglesia extendida por toda la redondez de la tierra; ni sólo la Iglesia compuesta por los hombres que actualmente existen peregrinando en la tierra, sino la Iglesia a la que también pertenecen los que nos precedieron y los que nos seguirán hasta el fin de los tiempos.
La Iglesia universal formada por la totalidad de los fieles, por ser todos los fieles miembros de Cristo, tiene por cabeza a aquel que, estando ya en el cielo, gobierna a su cuerpo; y aunque separado en la visión, está muy compenetrado en la caridad. Y como el Cristo total es cabeza y cuerpo, en todos los salmos hemos de tal modo oír las voces de la cabeza, que escuchemos a la vez las voces del cuerpo. Pues no quiso hablar separadamente, porque no quiso estar separado. Por eso dijo: Y sabed que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo. Si está con nosotros habla en nosotros, habla de nosotros, habla por medio de nosotros, porque también nosotros hablamos en él. Y por eso hablamos la verdad porque hablamos en él.
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LA PIEDAD ECLESIAL DE SAN FRANCISCO
por Kajetan Esser, OFM
La Santa Madre Iglesia. La palabra y sus ministros
Sería pedir demasiado a san Francisco, que se autotitulaba «ignorante e indocto», una presentación teológicamente formulada de su concepción de la Iglesia. Él encontraba a la Iglesia, la descubría, ante todo y sobre todo en su devoción práctica. Para él la Iglesia es la casa del Señor, a cuyo servicio se sentía llamado por Dios. Por otra parte, en su conciencia de creyente, hay otra realidad que emerge más fuerte y que está en el origen de todo: la Iglesia es siempre para él la santa Madre, que con la palabra y los sacramentos transmite la vida a los hombres, y los guía sobre la tierra como representantes de Cristo.
Francisco, al igual que muchos hombres de aquel tiempo, religiosamente tan inquieto, que estaban apasionados por Dios, vivía en contacto inmediato, del todo nuevo y personal, con la palabra de Dios en la sagrada Escritura, especialmente con el evangelio. «Aunque este hombre bienaventurado no había hecho estudios científicos, con todo, aprendiendo de Dios la sabiduría que viene de lo alto e ilustrado con las iluminaciones de la luz eterna, poseía un sentido no vulgar de las Escrituras. Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba hasta lo más escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar» (2 Cel 102). «La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo evangelio y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón. En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras» (1 Cel 84).
En este encuentro carismático con la palabra y la vida del Señor descubrió su vocación particular: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo evangelio» (Test 14). Con la inmediatez absoluta del encuentro y con la conciencia de su misión particular -precisamente en oposición a las formas heréticas de los movimientos religiosos de su tiempo- Francisco se sabe íntimamente unido a la Iglesia.
Sólo los clérigos de la Iglesia anuncian la Palabra de Dios y sólo ellos deben ejercer este ministerio. Francisco quiere que ellos y todos los teólogos, los que administran la altísima Palabra de Dios, sean estimados y honrados como quienes «nos administran espíritu y vida» (Test 13). Por eso en el momento decisivo de su conversión pidió que el sacerdote le explicara más exactamente la palabra de Dios escuchada en el evangelio de la misa. Fue la palabra del sacerdote la que le confirmó ante todo que la llamada, sentida en su corazón, venía de Dios. Y desde aquel momento comenzó a practicar la obediencia que se le pedía, de una forma plena e incondicionalmente. Reconocía con la misma actitud de fe: «Desde el día de mi conversión, el Señor puso en boca del obispo de Asís su palabra, con que me aconsejó acertadamente y me confortó en el servicio de Cristo nuestro Señor» (EP 10). Francisco buscaba personalmente la palabra de Dios, pero con perspicacia de creyente se sentía ligado a ella cuando era transmitida por la Iglesia, que se le mostraba en forma indisoluble y concreta en sus servidores consagrados.
Francisco ama y aprecia altamente la vida según la forma del santo evangelio, pero no al margen de la fe de la santa madre Iglesia: «Pensaba que, entre todas las cosas y sobre todas ellas, se había de guardar, venerar e imitar la fe de la santa Iglesia romana, en la cual solamente se encuentra la salvación de cuantos han de salvarse». Esta convicción condicionaba su respeto y veneración a los sacerdotes y a todos los ministros de la Iglesia. Por eso prosigue el texto: «Veneraba a los sacerdotes, y su afecto era grandísimo para toda la jerarquía eclesiástica» (1 Cel 62). Por amor de la fe y del ministerio, Francisco exigía esta misma veneración incluso respecto de los sacerdotes pecadores públicos: «Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores». Lo que a él le importa es que los sacerdotes vivan según la forma de la santa Iglesia romana y hayan recibido de ella su consagración. Consideraba tan importante esta actitud estrictamente de fe, que de ella hacía depender la bendición o la maldición para el hombre.
[Cf. el texto completo en http://www.franciscanos.org/iglesia/esserk1.html]
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