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domingo, 9 de octubre de 2016

DOMINGO XXVIII ORDINARIO-09 de Octubre del 2016


“Postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias”

                                            LA PALABRA DE DIOS

                                Lectura de el Segundo Libro de Reyes 5,14-17: 
                        
                                      “Naamán quedó limpio y se volvió a Eliseo”

En aquellos días, Naamán, general del ejército del rey de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta Eliseo, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un niño.
Volvió con su comitiva y se presentó al profeta, diciendo:
— «Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta, te lo ruego, un regalo de tu servidor».
Eliseo contestó:
— «¡Juro por Dios, a quien sirvo, que no aceptaré nada!»
Y aunque Naamán insistió, Eliseo se negó a aceptar. Naamán dijo:
— «Entonces, permite que me den un poco de esta tierra que puedan cargar un par de mulas; porque en adelante tu servi­dor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor».
                                                     Salmo 97,1-4: 
                             
                                                 “El Señor revela a las naciones su salvación”

Canten al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas:
su diestra le ha dado la victoria,
su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria,
revela a las naciones su justicia:
se acordó de su misericordia y su fidelidad
en favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado
la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera;
griten, vitoreen, toquen.

                                        Segunda Carta de Timoteo 2,8-13: 
                 
                                      “Si sufrimos con Cristo, reinaremos con Él”

Querido hermano:
Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido de la descendencia de David.
Éste ha sido mi Evangelio, por el que sufro hasta llevar ca­denas, como un malhechor; pero la palabra de Dios no está en­cadenada.
Por eso lo soporto todo por los elegidos, para que ellos tam­bién alcancen la salvación, lograda por Cristo Jesús, con la glo­ria eterna.
Es doctrina segura: Si con Él morimos, viviremos con Él. Si somos constantes, reinaremos con Él. Si lo negamos, también Él nos negará. Si somos infieles, Él permanece fiel, porque no pue­de negarse a sí mismo.

                           Evangelio de nuestro Señor según San Lucas 17,11-19: 

                                                   “Quedaron limpios los diez”

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuen­tro diez leprosos, que se detuvieron a cierta distancia y a gritos le decían:
— «Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros».
Al verlos les dijo:
— «Vayan y preséntense a los sacerdotes».
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias. Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo:
— «¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?»
Y le dijo:
— «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».

                                                                    Refleccion

En el pueblo judío toda enfermedad de la piel, incluida la lepra, era llamada castigo o “azote de Dios” (Núm 12,98; Dt 28,35) y era considerada como “impureza”. La lepra era entendida como un castigo recibido por el pecado cometido ya sea por el mismo leproso o por sus padres. Rechazado por Dios el leproso debía también ser rechazado por la comunidad. La Ley sentenciaba que todo leproso «llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá hasta el bigote e irá gritando: “¡Impuro, impuro!” Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada» (Lev 13,45-46).
En su marcha a Jerusalén el Señor se encuentra a diez leprosos en las afueras de un pueblo. Estos leprosos, al ver a Jesús, en vez de gritar el prescrito “impuro, impuro”, le suplican a grandes voces: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Sin duda, la fama del Señor ha llegado a sus oídos. Han escuchado hablar de Él, de sus milagros, de sus curaciones. Se dirigen a Él como “Maestro”, es decir, como a un hombre de Dios que guarda la Ley y la enseña, como un hombre justo, venido de Dios. Al verlo venir, brilla en estos diez leprosos la esperanza de poder también ellos encontrar la salud, de verse liberados de este “castigo divino”, de verse purificados de sus pecados y de ser nuevamente acogidos en la comunidad.
Como respuesta a su súplica el Señor les dice: «Vayan y preséntense a los sacerdotes». Los sacerdotes, que tenían la función de examinar las enfermedades de la piel y declarar “impuro” al leproso (ver Lev 13,9ss), también debían declararlo “puro” en caso de curarse y autorizar su reintegración a la comunidad.
Confiando en el Señor se pusieron en marcha. Esperaban ser curados y poder presentarse “limpios” ante los sacerdotes. En algún punto del camino «quedaron limpios», es decir, curados no sólo de la lepra sino también purificados de sus pecados. Uno de ellos, al verse curado, de inmediato «se volvió alabando a Dios a grandes gritos». Los otros nueve debieron presentarse ante los sacerdotes según la indicación del Señor Jesús y según lo establecía la Ley.
El que volvió para presentarse ante el Señor y no ante los sacerdotes era un “extranjero”, un samaritano. Podemos suponer que los nueve restantes eran judíos. A pesar del odio que dividía a judíos y samaritanos, la desgracia común los había unido. La solidaridad había brotado en medio del dolor compartido.
Podemos preguntarnos: ¿Por qué parece reprochar el Señor a los que no vuelven, si Él mismo les había mandado presentarse ante los sacerdotes? ¿No estaban obedeciéndole acaso? ¿No podrían sentirse obligados por las mismas instrucciones del Señor? ¿Por qué habrían de volver a Él para dar gloria a Dios?
Podemos ensayar una respuesta: en los Evangelios los milagros del Señor Jesús son siempre signos o manifestaciones de su origen divino. El milagro obrado por Cristo revela e invita a reconocer que Él es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Dios mismo que se ha hecho hombre para salvar a su pueblo de sus pecados (ver Mt 1,21). En un primer momento los diez leprosos ven a Jesús como un Maestro, como un hombre santo. Tienen fe en Él y por eso obedecen a su mandato, hacen lo que Él les dice. Mas al verse milagrosamente curados, sólo uno se deja inundar por la experiencia sobrenatural, se abre al signo que lo lleva a reconocer en el Señor al Salvador del mundo. El samaritano reconoce la divinidad de Cristo, y por eso regresa para darle gracias como Dios que es, y se presenta ante quien es el Sumo Sacerdote por excelencia. Sólo a este samaritano, que lleno de gratitud se postra ante Él en gesto de adoración, le dice el Señor: «tu fe te ha salvado». La fe en el Señor Jesús no sólo es causa de su curación física, sino también de una curación más profunda: la del perdón de sus pecados, la de la reconciliación con Dios. Aquel samaritano creyó que la salvación venía por el Señor Jesús (ver 2ª. lectura).
La ingratitud de los otros nueve consistiría en que, siendo judíos, miembros del pueblo elegido que esperaba al Mesías, a pesar de este signo no reconocen al Señor como aquel que les ha venido a traer no sólo la salud física, sino también la liberación del pecado y la muerte, la salvación y reconciliación con Dios.

 Les dejo un Franciscano saludo de Paz y Bien

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